HUMO
Me
acomodo en el asiento y cierro la puerta.
─Vamos
a Corrientes al 500, lo más rápido que pueda, por favor─ le digo
con voz entrecortada, agitado por la corrida.
El
tachero no contesta. Se lleva el pucho a la boca y fuma como si yo
no estuviera.
─Altura
Maipú, a unas cuadras del obelisco.
Insisto, pero nada.
Mala leche: el subte interrumpido, los bondis que no frenan, y cuando
por fin encuentro un coche libre el tachero no me registra.
─Disculpe,
¿está de servicio? Si no me bajo...
El
tachero hace un gesto indefinible con la mano, tira las cenizas y
sigue fumando como si nada.
Qué te parió, tengo ganas de decirle, pero cierro la boca; me conviene estar tranquilo, esperar.
Me
reclino y estiro las piernas hasta acomodar los pies por debajo del asiento delantero, apoyo la cabeza en el respaldo y desde ahí contemplo al
tachero: la camisa amarillenta, los pantalones por encima de los
tobillo, las piernas flacas como panes flauta...
Entre
el freno de mano y el asiento veo un vaso con restos de café. Ahora
entiendo. El pucho después del café. Después se quejan cuándo no
hay laburo.
El
tachero larga la bocanada al techo, como si jugara a la chimenea con
el humo.
Calmate, me digo en voz baja.
Cierro
los ojos. Inhalo y exhalo, para relajar. Al rato la
humareda llega a lo alto de mi nariz.
¿Qué
carajo fuma? ¿Lucky, Marlboro?
Marlboro,
estoy seguro. Hace años que no pruebo uno, pero lo reconozco igual.
Me acuerdo que al principio compraba de diez para toda la semana y al
poco tiempo no me alcanzaban ni para medio día.
Qué
rico un Marlboro en la sobremesa, antes de dormir, después de acostarme
con ella…
“Estás gordo, Emiliano, no haces
ejercicio y encima fumás. Así no llegás a los cuarenta”, dijo el médico cuando le llevé los estudios, y me prohibió seguir fumando.
Sigo
aspirando, más profundo, y empiezo a salivar.
Entreabro
los ojos y veo la silueta en medio de la nube, dando la pitada final.
─Dale,
tirame el humo, sorete.
Digo entredientes.
El tachero gira de golpe.
─¿Hasta
dónde dijo que vamos?
Me incorporo como puedo.
─A
Corrientes al 500, por favor.
─Ah,
llegamos enseguida ─alza la colilla entre los dedos ─ No le
pregunté si fumaba.
─No,
gracias. Dejé hace muchos años ─digo mientras bajo la ventanilla y
carraspeo.
El
tachero se apura a estrujar la colilla en el cenicero y arranca.
─Yo
también debiera dejar esta porquería ─me dice a través del
espejo─ Lo intenté varias veces, pero es
imposible…
─No
tanto. Es cuestión de voluntad. A mí me cambió la vida.
─¿En
serio?
─Imagínese
─digo sin sacarle los ojos ─ hoy cuando entro a un lugar cerrado y siento olor a pucho me vienen arcadas de asco, ganas de vomitar.
Nos quedamos en silencio. El
tachero baja la vista y enciende la radio.
Yo apoyo la cabeza contra el vidrio y miro a la nada por la ventanilla, confiado de que no volveremos a cruzar palabra hasta que lleguemos a destino.
Excelentemente escrito...te felicito
ResponderEliminarMuy bueno 😉👍
ResponderEliminarMe gusta mucho tu descripción!
ResponderEliminarEn una época yo tamb escribia
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