HASTA QUE LLEGUE MAÑANA
El cana me agarra del brazo con una mano y con la otra me revisa
los bolsillos del pantalón. Nada. “Fíjese bien, oficial, va a ver toda la
mercadería que pensaba llevarse”, dice la gorda de seguridad. Ahora el cana me
baja el cierre de la campera y caen un par de alfajores y algunos chicles.
Antes de que estalle contra el piso, atajo la petaca de licor y se la entrego. “Hay
que matarlos a todos”, grita alguno. Levanto la cabeza y veo a un montón de
giles que me miran con asco. Todos me miran así, menos un pibe que tendrá la
misma edad que yo. La vieja lo tiene agarrado por los hombros y el padre no
para de hablarle al oído mientras me señala. La gorda se acerca de nuevo y de
un tirón me saca el pulóver de adentro del jean. El par de latas de cerveza que escondía chocan contra el piso. Escucho de nuevo a los giles, que ahora dicen:
“Ohhh” como si fueran un coro. Dan risa. El pibe también hace una mueca como si se estuviera divirtiendo. Apenas termina de revisarme, el cana me pide documentos.
Le digo que no tengo. Me pregunta la edad; “Doce”, le contesto. El cana sopla
inflando los cachetes. “¿Te llevás algo más?”. Le digo que no con la cabeza.
“Dale, nene, dame todo y la terminamos acá”. “No tengo nada”, le digo de nuevo.
No me cree y me pide que me baje los pantalones. Le digo que no me voy a bajar
nada, que no puede obligarme. “Entonces te voy a tener que revisar”, me apura.
Lo miro a los ojos, me bajo el cierre de la bragueta y le digo que me revise
“esta”. Escucho carcajadas. Es el pibe está doblado de la risa. Cuando lo oigo, me dan ganas de reírme a mí también, pero me la banco. El padre
lo zamarrea para que la corte, pero el pibe se agarra el estómago, no puede parar. El
cana se me acerca hasta chocar su frente con la mía. “¿Sos vivo?”, dice y me
pega tremendo cachetazo, casi me tumba. Estoy aturdido, pero de reojo
alcanzo a ver como el padre tironea de la oreja al pibe y le sacude la jeta de
un lado para el otro. En ese momento, el cana, de revés, me calza otro roscazo, quedo remareado, pero igual me doy cuenta de que se mete la madre y
ahora los dos amenazan al pibe, que ya no se ríe y se pone a llorar y les jura que no va a hacerlo
más. “Mirame cuando te hablo”, grita el cana, y me agarra del cogote y me
vuelve a preguntar: “¿Sos vivo, eh?”. Un cliente salta enojado: “Basta por
favor, déjelo, no ve que es un chico”. De a poco, son varios los que empiezan a
quejarse. Lo mismo de siempre. El cana se frena y trata de calmarse. Me arrastra para afuera y por lo bajo me jura que la próxima no la voy a
contar. Cuando llegamos a la puerta, me saca a los
empujones. Por fin. Estoy en la calle de nuevo. Cruzo la avenida y me siento en
el cordón de la vereda, enfrente del supermercado. Al rato veo salir al pobre
pibe: camina lento, con la cabeza gacha. Atrás vienen los viejos, que lo siguen
puteando. Los veo irse. Me toco la cara que arde como carbón prendido. También escucho un zumbido insoportable que me parte la cabeza. No importa. Adentro del calzón encanuté algo comida para tirar hasta mañana. Y mañana será
otro día.
Qué suerte que te decidiste a dar esta faceta tuya a la luz. Te quiero, siempre.
ResponderEliminarMaría F.
Lindo, pero doloroso. O doloroso, pero lindo.
ResponderEliminarMe gustó! polémico, actual y universal. Te felicito!
ResponderEliminarMuy actual. te deja pensando. Excelente¡¡¡
ResponderEliminarGenial! Ojalá podamos verte también actuando!
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