ALARIDOS

—Otra vez esos gritos…
Digo como todas las noches desde hace tiempo. En realidad todas las noches, no; porque los fines de semana la gente sale y se divierte, entonces es lógico escuchar barullo. Pero ¿quiénes gritan un martes por la madrugada cuando las calles están vacías?
Le pregunto a Antonella –una vez más– si los escucha, y ella me responde lo mismo de siempre: “No escucho nada”. Gritan otra vez. Muchas veces intenté descifrar qué dicen, si son hombres o mujeres, pero nunca pude descifrar nada: son gritos muy extraños, como alaridos.
—Basta. Me cansé. Voy a ver quiénes son los que joden a esta hora —digo mientras me levanto de la cama y busco mi ropa en el placar.
Antonella me mira embroncada.
—¿A esta hora? ¿Justo hoy? Es nuestro aniversario…
Hoy, catorce de julio, cumplimos ocho años de casados: le regalé flores, preparé una rica cena y hace un rato terminamos de hacer el amor.
—Es un segundo —le aseguro mientras termino de abrigarme—. Te prometo que esta noche vamos a enterarnos si yo estoy loco o vos estás sorda —digo para hacerla reír, pero a Antonella no le causa gracia y se muerde los labios como hace siempre antes de reprocharme algo.
—Bajo y subo —digo y enfilo rápido para la puerta.
—Te espero, gordo, no tardes... —contesta ella, resignada.

Bajo los dos pisos por escaleras, abro la puerta del edificio y salgo. Una ráfaga de aire helado –que seguro viene desde el río– me humedece la cara. La noche está vacía y el asfalto, mojado. Camino hasta la esquina tratando de oír algo, pero todo está en silencio. Me acurruco en la campera y doy un par de saltos cortitos, en el lugar, para aguantar el frío. Por el reflejo me doy cuenta de que encendieron las luces en el primer piso del edificio de enfrente, entonces me quedo quieto detrás del volquete de basura y asomo la cabeza. Veo a través del ventanal que un matrimonio de ancianos está discutiendo. El viejo sale al balcón y se apoya contra la baranda mirando para la calle. Es un tipo grandote y seguramente no padece el frío: solo viste un calzón largo hasta las rodillas. La mujer se acerca a él como si estuviese acostumbrada a estas escenas y, con un gesto que podría ser maternal, le pide que entre. Él rezonga algo que no llego a entender y la señora parece hartarse, porque lo apunta con el dedo índice mientras le dice de todo. Finalmente el viejo afloja, se abraza a ella como si le pidiera perdón y entran al departamento. No son ellos. Me alejo rápido por la vereda aguantando las arcadas que suben por el olor a podrido que sale del volquete. Además, hace cada vez más frío; por eso, y para pensar en otra cosa, ahora me entretengo con mi aliento, observando cómo cada bocanada se hace neblina en el aire. Trato de adivinar qué diría Antonella si me hubiera visto recién, espiando gente a las dos de la mañana. “Vos estás muy loco”. Eso me diría, con el entrecejo fruncido y apretándose la frente con las yemas de los dedos. Me tiento de imaginarla, y al mismo tiempo que me rio de eso y de saber que voy a las carcajadas por la calle, escucho un grito y enseguida varios gritos más. Vienen desde la esquina. Apuro el paso, recorro media cuadra hasta llegar a la ochava y choco de frente con una pareja joven que viene caminando de la mano. Apenas me ven se paralizan –como si hubiesen visto un tipo raro–, por eso les sonrío, para que estén tranquilos, pero él me mira desconfiado; me esquivan y cruzan la calle para seguir su paseo. Los miro irse. Hace poco tiempo que están juntos, estoy seguro: caminan de la mano, al mismo ritmo, como si no quisieran llegar a ningún lado... ¿Cuánto hace que no camino de la mano con Antonella? Cierro los ojos y trato de acordarme cuándo fue la última vez. No estoy seguro. O quizá no hubo una última vez y, poco a poco, sin darnos cuenta, nos acostumbramos a andar cada uno por su lado. Una ráfaga de gritos me desconcentran y abro los ojos de golpe. Son gritos lejanos, pero igual me doy cuenta de que vienen desde la avenida. Empiezo a correr para que esta vez no se escapen, pero a los poco metros se levanta un fuerte viento en contra y ahora me cuesta avanzar –me duelen los tobillos– por eso aflojo y sigo a paso lento. Ya me acordé. Hace como cinco años que no camino de la mano con Antonella. Claro, desde que empezamos a recorrer hospitales, clínicas y sanatorios; a hacernos montón de estudios y toda esa pesadilla. A medida que me acerco los gritos son más nítidos, por eso apresuro de nuevo el paso hasta ver las luces de la avenida. Miro para todos lados: no hay nadie y no se escucha nada. Quedo petrificado en el lugar. Siento el cuerpo entumecido; el pecho, desgarrado, y las manos como dos cubitos. Sé que tendría que volver a casa, pero no quiero volver como vine y, a la vez, pienso que podría morir congelado, de pie, en este mismo lugar. Tengo bronca, de esa bronca que viene desde las tripas y sube. Por eso grito. Ahora soy yo el que grita hasta que me arde la garganta y me da vuelta todo, porque me estoy mareando y, en medio del esfuerzo por no perder la vertical, escucho que me contestan. No puedo creerlo. Con lo que me queda de voz, grito de nuevo. No quedan dudas: un coro de gritos me contesta. Viene desde el río. Es ahí donde se esconden. Cruzo corriendo la avenida con el semáforo en rojo, bordeo la plaza y doblo por el camino de tierra que desemboca en la orilla. Me duelen las rodillas y los tobillos y me da el miedo que me estalle la cabeza: porque vuelvo pensar en Antonella y los años que pasamos. Y vuelven a la superficie los nombres que elegimos si hubiera sido nena o varón. Y por más que no quisiera, revivo los pinchazos en su abdomen durante los embarazos que perdimos, y no puedo evitar recordar su angustia, mi insistencia, nuestras discusiones… Ya siento olor a río. Bajo por la pendiente, a pocos metros está la costa. En lo que queda del sector de parrillas, que está antes de llegar a la ribera (y que está bastante destruido), me siento a descansar por un rato en la única banqueta que queda en pie, al lado del farol. Tiene razón Antonella, estoy loco, porque estoy solo y sigo oyendo una oleada de gritos raros, que fluyen como si fueran los ecos  del lugar. No encontré nada ni a nadie: un fracaso más. Me levanto, puteo al cielo y empiezo a patear lo primero que encuentro, un tacho de metal, lo pateo una y otra vez, como un chico emperrado...
—Eh, ¿por qué no deja dormir?
Desde el hueco que hay debajo de las parrillas, un ciruja se despereza al mismo tiempo que se saca de encima las bolsas de nylon que lo cubren. Se pone de pie y viene hasta mí.
—¿Qué hace molestando a esta hora?–Tiene los ojos rojos y mucho aliento a alcohol.
Primero lo mido y me mantengo a distancia, pero me doy cuenta de que no es agresivo; entonces le pido disculpas y le explico que no sabía que estaba durmiendo ahí.
—Está bien, está bien… —balbucea y se restriega los ojos.
Se sienta en el banco y con un gesto me invita para que yo también me siente.
—¿Un cigarrillo?
Le doy el último y también fuego para que lo encienda.
Fuma y echa el humo para arriba.
—¿Qué hace acá?
No sé qué contestarle.
—No diga nada, su mujer lo echó de su casa como a mí —dice y se ríe a carcajadas.
—No, para nada –le digo–, ella me está esperando. Vine porque estoy buscando a alguien...
—¿Por acá? ¿A quién busca? Conozco a todos los que andan por acá. Hace muchos años este es mi lugar.
Me mira para que le siga contando, pero no sé por dónde empezar.
—Dele, amigo, cuénteme, ¿a qué vino?
—Vine por los gritos —le digo de golpe, como me sale.
El ciruja me mira fijo y hace otro gesto para que le siga explicando. Entonces le cuento cómo esos gritos arruinan todas mis noches.
Cuando termino, el ciruja da las últimas pitadas, apaga la colilla con la punta del pie y se queda pensando con la cara apoyada entre las manos; después, se levanta y camina como puede hasta la orilla. Yo lo sigo.
—Las penas se hacen oír… —dice y levanta las manos al cielo, como un profeta.
—¿Las penas?
—Las penas las trae el viento y el río las devuelve a sus dueños —dice con voz grave y los brazos alzados. Y queda así por unos segundos, hasta que tambalea. Me acerco rápido y lo atajo por la espalda. 
Mientras lo sostengo, no puedo dejar de pensar en lo que acaba de decir.
—Tengo sueño, necesito descansar.
Lo acompaño hasta las parrillas.
—Ahora váyase, por favor, quiero dormir… —insiste el ciruja.
Le doy las gracias por haberme escuchado; él me contesta que “no fue nada” con un ademán. Después, empieza a juntar las bolsas y se mete de nuevo en el hueco.
“El río devuelve las penas”, repito por lo bajo mientras lo miro acostarse.
Vuelvo por el camino de tierra, paso por la plaza y cruzo de nuevo la avenida para recorrer las mismas calles por las que vine. Ya no tengo frío y no me duele nada.

Llego al edificio y subo los dos pisos por escalera. Cuando abro la puerta, la llamo.
—Amor, llegué…
Ella no responde.
Cierro la puerta con llave, recorro el pasillo y entro al dormitorio.
Antonella duerme con la boca abierta y el televisor prendido. Me desvisto, cuelgo la ropa y me acuesto junto a ella. Está hermosa, mucho más linda que cuando me fui. Le saco el control remoto que todavía tiene en la mano y apago la tele. En la oscuridad tanteo la frazada y la estiro hasta que quedamos tapados por encima de la cabeza. Ahora solo escucho su respiración. 



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