EL ÚLTIMO SUBTE
—Es como si te
conociera desde hace mucho…
—Te iba a decir
exactamente lo mismo —dice
Melina—, me
sacaste las palabras de la boca.
Levanto la copa y le propongo
un brindis:
—Por habernos encontrado
—Choco mi copa con la de ella y tomamos del vino que el mozo acaba
de traernos.
Melina vuelve a alzar su copa.
—Y yo propongo otro
chinchín: por esos locos que andan sueltos…
Me agarro la cabeza y paso la
palma de mi mano hacia atrás, a contrapelo; Melina me guiña un ojo
cómplice y volvemos a brindar. Después, ella se recuesta en el
respaldo del sillón para mirar el videoclip de Eric Clapton que
pasan por la pantalla del bar. Aunque yo también miro el video,
tengo la cabeza en otro lado, porque no puedo dejar de pensar en todo
lo que pasó. Es increíble cómo puede cambiar la vida en una noche,
en un instante. Hasta hace un rato estaba por el piso: venía de
discutir con la madre de mi hija, de correr como un loco para llegar
a la estación a tomarme el último subte que pasaba justo a las once
de la noche y, apenas subí al vagón, la vi. Melina estaba sentada
al lado de la puerta, con un espejo de mano, retocándose las
pestañas. En ese vagón estábamos solo ella y yo. “Qué linda
piba”, pensé, y me senté justo enfrente. Era un viaje más hasta
que subió el tipo ese: descontrolado, con mugre en la ropa, en el
pelo. Se sentó al lado de Melina. Hablaba a los gritos, se paraba,
se volvía a sentar:
estaba reloco, pobre. Melina guardó los maquillajes y protegió su
cartera con los antebrazos mientras lo miraba de reojo muy asustada,
no sabía qué hacer. Yo, disimuladamente, empecé a hacerle gestos
para que se quedara tranquila y supiera que cualquier cosa estaba
ahí, pero ella ni me miraba. Al rato el loco entrecerró los ojos,
como si dormitara. Melina aprovechó para ir a sentarse a la fila del
otro lado de la puerta, pero justo cuando pasaba, el subte frenó de
golpe y ella tropezó con los pies del loco, que se despertó
sobresaltado y fue hasta donde se había sentado. “Me pisaste, me
pisaste”, le gritaba mientras se señalaba el pie. “No te vi”,
le explicaba ella, pero él no la escuchaba. Entonces se levantó y
quiso irse, pero el loco la frenó del brazo y empezó a zamarrearla.
Melina le pedía por favor que la dejara, pero el loco no aflojaba.
Ahí nomás me metí para ayudarla y empecé a forcejear hasta que
logré que la soltara. Por suerte llegamos a la estación. Melina
aprovechó para bajarse y yo, aunque me faltaban cinco estaciones,
bajé detrás de ella.
Melina
termina su segunda copa y con un gesto me pide que le sirva más.
Ahora tiene los ojos brillosos y achinados, y una sonrisa le baila en
los labios.
—Me
salvaste, Ramiro, no sé qué hubiera pasado sin vos.
—Vos
también me salvaste.
—¿Yo?
Ella se
hace la que no, pero sabe a qué me refiero: en el andén, apenas el
subte se fue, me contó que venía de discutir con la vieja y se
había ido de la casa y no tenía idea cómo iba a llegar desde ahí
hasta el departamento de su amiga, donde iba a pasar la noche. Le
dije que no se preocupara, que yo vivía para el mismo lado que su
amiga y que si ella quería yo la acompañaba. Me miró a los ojos
por primera vez: “Dale, acompañame”. No podía creerlo. De
pronto volví a sentirme entusiasmado después de mucho tiempo. Ahí
nomás salimos de la estación y empezamos a caminar por Santa Fe. Me
habló de sus dramas con la familia, que se llevaba muy mal con su
mamá y hacía mucho tiempo que debía haberse ido de la casa, porque
no la aguantaba y tampoco soportaba al pendejo del hermano. “Cuando
papá vivía era todo distinto”, dijo y se le quebró la voz.
Entonces le hablé sobre mí, de la lucha que tengo con la enferma mi
ex, que hace casi un año no me deja ver a mi hija y todo lo mal que
estuve, hasta pensé en hacer cualquier cosa, le conté. Llegamos a
la conclusión de que es cierto eso de que el viento amontona a la
gente como nosotros, a los que todo nos sale como el culo, y nos
reímos. Ahí nomás, de una, le dije que la estaba pasando como
nunca y no quería que se cortara. “Vamos a tomar algo al bar que
queda en la esquina de la otra cuadra, que está abierto toda la
noche”, le propuse.
—“Let’s
Dance”, de David Bowie —dice Melina, al mismo tiempo que levanta
la palma de la mano y mueve los dedos para sobrarme porque ganó la
apuesta: fue la primera de los dos en acertar las cinco canciones del
compilado ochentoso que están pasando por la pantalla del bar. Yo
acerté tres nombres nada más. No puedo creer cómo una piba de su
edad, tan joven, sabe tanto sobre los ochenta. Y no quiero
preguntarle cuantos años tiene, todavía no, porque seguro que ella
me va a preguntar a mí. “¡Treinta y nueve! Ah, pensé que tenías
menos, parecés más chico”. Le doy la mano. “Sé perder”, le
digo, y sirvo lo que queda de vino. En ese momento se acerca el mozo
para ver si queremos alguna otra cosa. Melina dice que no. “Gracias,
ya nos vamos”. Entonces le pido que me cobre, nos abrigamos y
salimos del bar.
Caminamos
por Santa Fe. Pienso que a unas cuadras está la casa de su amiga y
quizá después no la vuelva a ver. Quisiera que se quedara en casa,
dormir y despertarme con ella, pero no tengo huevos para decírselo.
—¿Cómo
se llama tu hija?—pregunta
de la nada.
—Micaela
—le contesto—, pero le decimos Mica.
Seguimos
caminando.
—¿Y
cuántos años tiene?
—Doce.
—Ah, doce
años… —repite y se frena en el lugar, como si pensara en lo que
acabo de decirle.
Yo también
freno. Y me quiero morir por lo que recién le conté, porque me doy
cuenta de que metí la pata hasta el fondo: ahora sabe que soy un
tipo grande, mucho mayor que ella. Por suerte la mala espina dura
solo un instante. Melina se acerca y me acaricia la cara, como si me
dijera que a ella no le jode el tema de la edad. “Es ahora o
nunca”, pienso. Prendo un cigarrillo y tomo coraje para proponerle
que sigamos la noche en casa, pero justo me interrumpe.
—¿Me
convidas uno?
—Sí,
claro, no pensé que fumabas, disculpá.
—Fumo
poco, cuando pinta.
—Yo estoy
en un atado por día —le cuento—. Tendría que aflojar…
—Igual no
sé cuántos voy a fumar ahora. En casa no podía porque mi vieja me
había jurado que me mataba si me veía con un pucho en la boca.
Me pide
fuego y enciende el cigarro. Algo me hace ruido y me quedo pensando.
Pienso en eso último que Melina acaba de decir, que la madre no la
dejaba fumar.
—¿Cuántos
años tenés, Melina?
Ella
termina de dar una pitada profunda y jugando con el humo en la boca
me pregunta:
—¿Cuántos
me das?
La miro de
arriba a abajo, pero no puedo calcular.
—No sé…
—Dale,
Rami, arriesgá —dice, haciéndose la graciosa, poniendo voz
sensual, mientras se pasa las manos por las caderas y marca su
figura.
—No sé,
veintiuno, veinti…
—No —me
interrumpe—. Ojalá… —Y se ríe a carcajadas.
—¿Cuántos?
—le
vuelvo a preguntar.
—Quince.
Yo también
sonrío y le hago un gesto para que la corte y diga la verdad.
—Te hablo
en serio, Ramiro. Tengo quince años.
La miro
fijo a los ojos y me doy cuenta de que no miente.
—En
cuatro meses cumplo dieciséis —dice enseguida.
Siento una
puntada en el pecho.
Empiezo a
caminar de nuevo. Ella me sigue.
—¿Te
pasa algo?
No le contesto.
—Ramiro, ¿estás bien?
La miro de refilón y, cuando
veo que esta por llevarse el cigarrillo a la boca, se lo arranco de
un manotazo.
—¿Qué hacés?
—Sos muy chiquita para andar
fumando —le grito en la cara.
—¿Te volviste loco? ¿Qué
te pasa, flaco?
No le contesto.
—¿Por qué me tratás así?
Sigo caminando.
—¿Me podés decir qué te
hice?
—Nada—digo y cruzo la
avenida por la mitad de la cuadra, esquivando los coches.
—¡Basura! ¡Sos peor que mi
mamá! —me grita desde enfrente.
Ni la miro y acelero el paso.
Estoy muy cansado y falta mucho para llegar a casa. Mientras camino,
no puedo dejar de pensar en el subte que perdí.
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