HUMO
Me acomodo en el asiento y cierro la puerta. ─Vamos a Corrientes al 500, lo más rápido que pueda, por favor─ le digo con voz entrecortada, agitado por la corrida. El tachero no contesta. Se lleva el pucho a la boca y fuma como si yo no estuviera. ─Altura Maipú, a unas cuadras del obelisco. Insisto, pero nada. Mala leche: el subte interrumpido, los bondis que no frenan, y cuando por fin encuentro un coche libre el tachero no me registra. ─Disculpe, ¿está de servicio? Si no me bajo... El tachero hace un gesto indefinible con la mano, tira las cenizas y sigue fumando como si nada. Qué te parió, tengo ganas de decirle, pero cierro la boca; me conviene estar tranquilo, esperar. Me reclino y estiro las piernas hasta acomodar los pies por debajo del asiento delantero, apoyo la cabeza en el respaldo y desde ahí contemplo al tachero: la camisa amarillenta, los pantalones por encima de los tobillo, las piernas flacas como panes flauta... Entre el freno de mano y el asiento veo un vaso con rest