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HUMO

Me acomodo en el asiento y cierro la puerta. ─Vamos a Corrientes al 500, lo más rápido que pueda, por favor─ le digo con voz entrecortada, agitado por la corrida. El tachero no contesta. Se lleva el pucho a la boca y fuma como si yo no estuviera. ─Altura Maipú, a unas cuadras del obelisco. Insisto, pero nada. Mala leche: el subte interrumpido, los bondis que no frenan, y cuando por fin encuentro un coche libre el tachero no me registra. ─Disculpe, ¿está de servicio? Si no me bajo... El tachero hace un gesto indefinible con la mano, tira las cenizas y sigue fumando como si nada. Qué te parió, tengo ganas de decirle, pero cierro la boca; me conviene estar tranquilo, esperar. Me reclino y estiro las piernas hasta acomodar los pies por debajo del asiento delantero, apoyo la cabeza en el respaldo y desde ahí contemplo al tachero: la camisa amarillenta, los pantalones por encima de los tobillo, las piernas flacas como panes flauta... Entre el freno de mano y el asiento veo un vaso con rest

EL ÚLTIMO SUBTE

—Es  como si te conociera desde hace mucho… — Te iba a decir exactamente lo mismo — dice Melina —, me sacaste las palabras de la boca. Levanto la copa y le propongo un brindis: — Por habernos encontrado —Choco mi copa con la de ella y tomamos del vino que el mozo acaba de traernos. Melina vuelve a alzar su copa. — Y yo propongo otro chinchín: por esos locos que andan sueltos… Me agarro la cabeza y paso la palma de mi mano hacia atrás, a contrapelo; Melina me guiña un ojo cómplice y volvemos a brindar. Después, ella se recuesta en el respaldo del sillón para mirar el videoclip de Eric Clapton que pasan por la pantalla del bar. Aunque yo también miro el video, tengo la cabeza en otro lado, porque no puedo dejar de pensar en todo lo que pasó. Es increíble cómo puede cambiar la vida en una noche, en un instante. Hasta hace un rato estaba por el piso: venía de discutir con la madre de mi hija, de correr como un loco para llegar a la estación a tomarme el último su

ALARIDOS

—Otra vez esos gritos… Digo como todas las noches desde hace tiempo. En realidad todas las noches, no; porque los fines de semana la gente sale y se divierte, entonces es lógico escuchar barullo. Pero ¿quiénes gritan un martes por la madrugada cuando las calles están vacías? Le pregunto a Antonella –una vez más– si los escucha, y ella me responde lo mismo de siempre: “No escucho nada”. Gritan otra vez. Muchas veces intenté descifrar qué dicen, si son hombres o mujeres, pero nunca pude descifrar nada: son gritos muy extraños, como alaridos. —Basta. Me cansé. Voy a ver quiénes son los que joden a esta hora —digo mientras me levanto de la cama y busco mi ropa en el placar. Antonella me mira embroncada. —¿A esta hora? ¿Justo hoy? Es nuestro aniversario… Hoy, catorce de julio, cumplimos ocho años de casados: le regalé flores, preparé una rica cena y hace un rato terminamos de hacer el amor. —Es un segundo —le aseguro mientras termino de abrigarme—.

HASTA QUE LLEGUE MAÑANA

                     El cana me agarra del brazo con una mano y con la otra me revisa los bolsillos del pantalón. Nada. “Fíjese bien, oficial, va a ver toda la mercadería que pensaba llevarse”, dice la gorda de seguridad. Ahora el cana me baja el cierre de la campera y caen un par de alfajores y algunos chicles. Antes de que estalle contra el piso, atajo la petaca de licor y se la entrego. “Hay que matarlos a todos”, grita alguno. Levanto la cabeza y veo a un montón de giles que me miran con asco. Todos me miran así, menos un pibe que tendrá la misma edad que yo. La vieja lo tiene agarrado por los hombros y el padre no para de hablarle al oído mientras me señala. La gorda se acerca de nuevo y de un tirón me saca el pulóver de adentro del jean. El par de latas de cerveza que escondía chocan contra el piso. Escucho de nuevo a los giles, que ahora dicen: “Ohhh” como si fueran un coro. Dan risa. El pibe también hace una mueca como si se estuviera divirtiendo. Apenas termina de revisarm